En el nombre del padre, por María Negro




Digamos que tendría unos dieciséis años, que era muy flaquita y dedicaba una parte importante del tiempo libre a escribir poesía. Digamos que, para esa edad y en ese tiempo, leía una buena cantidad de literatura. Tal vez dos o tres libros por semana que, generosamente, me prestaba la bibliotecaria del colegio, haciendo trampa por encima de lo estipulado por las autoridades. No se llamaba Bebi, pero todos la conocíamos por ese nombre, aunque, en honor a la verdad, solíamos decirle simplemente 'señora'. 
Bebi elegía los libros que me prestaba. “Lee este, y me contás”. Y yo leía, regresando a ella con el análisis de cada texto. Ella me escuchaba sin apuro, sonreía (en ese orden) y se iba al fondo de la biblioteca a buscar su nueva recomendación para la semana. “Lee este y me contás”. Y claro que le iba a contar, si era la posibilidad de extender un poco más el tiempo espantoso que nos cierne cuando se termina un libro. Ese desamparo total que no explica ningún profe de literatura, que aún hoy –donde la lectura me encuentra en los capítulos finales de una biografía- presiento, sé que va a ocurrir, entonces comienzo a leer más despacio, sin la ansiedad inquietante del que debe y desea terminar una historia.

Con Bebi, no. Con Bebi los libros duraban unas horas más. Los personajes seguían ahí, en su memoria y en la mía, eran juzgados o abrazados entrañablemente una y otra vez, suerte de duelo compartido, afable, lúdico. Hasta el próximo libro que Bebi eligiera, (“Lee este y me contás”) y yo ejercitara la obediencia del aprendiz, dejándola a ella entre fichas y cartoncitos, ordenando los aburridos papeles que las autoridades disponen para que las bibliotecarias no se distraigan.

“A este señor no le entiendo nada”, le dije y alcancé intacto el tomo de “Todos los fuegos el fuego”.

No, dijo Bebi. No lo leíste.

Que sí, que lo leí.

Que no, que te puedo asegurar que no lo leíste.

Que sí lo leí, insistí enojada.

No, María. Pasaste letra por letra, palabra por palabra, oración por oración, cuento por cuento. Pero no lo leíste.

Enojarse con Bebi también era un poco peligroso, como renegar con un dealer. No hubiese tenido luego de ella otro espacio donde conseguir libros. No hace falta vivir alejado de la urbe para estar aislado culturalmente. Alcanza con ser pobre nomás, y el acceso a la lectura o a la música o a la pintura se transforma despacio en una fantasía para pocos, que la mayoría deja de soñar.

Bebi se negó rotundamente a prestarme otro libro hasta que yo “leyera” este último. Todo sonó a amenaza. Muy bien, me dije. Y acomodé el librito dentro de la carpeta para que volviese conmigo.

En mi casa, el mejor lugar para leer, era debajo del álamo que estaba plantado tan al fondo, tan alejado de la calle, tan perdido de los ruidos que funcionaba perfectamente como oficina. Nunca más he vuelto a lograr esa abstracción en un espacio físico.

Muy bien, Cortázar –dije- vamos de nuevo.

Tomé el libro por el último cuento, para mirarle los pies al autor, antes que la cabellera. “No son palabras y palabras, seguí pensando. Hay que leer. Hay que leer.”

Hacía calor. Una hora más tarde mi mamá trajo agua. No sé cuánto tiempo después, trajo algo de pan. Seguramente habló conmigo cada vez que se acercó, no podría asegurarlo. “Dejala en paz”, escuché que decía mi viejo, pero es posible que estuviese haciendo referencia a alguna de las perras que andaban dando vueltas por la casa. No lo sé. No sé nada de lo que ocurrió hasta que cerré el libro, hasta que salí de él, temblando.

Cortázar fue el primer escritor del mundo que me dejó temblar.

Quedé en silencio. Los árboles son muy buenos para respetar el silencio. Es difícil hablar del paso de las horas, porque el recuerdo no ayuda y porque el tiempo como tal se desdibuja cuando se utiliza para pensar. Es otro tiempo, no está en el reloj, sino en la reflexión. Sé que pasó un movimiento de minutos, y decidí volver al libro a buscar –por primera vez, todo tan perfumado a sensualidad como cada primera vez- dónde estaba la trampa. Qué embrujo había logrado Cortázar acomodando una palabra por allá y otra por acá.
Hasta ese momento, estaba convencida que jamás iba a ser una escritora. Nadie me ocultaba que no tenía ninguna posibilidad de acceder a una carrera universitaria, como nadie me ocultaba que, en esta sociedad, al respeto y al conocimiento se accede con un título rubricado.

Volví con el libro al colegio. Le dije a Bebi que no quería devolvérselo.

“Ahora sí leíste, pero si me lo devolvés puedo prestarte más libros de él”

¡Claro!, maravillosa lectora de ojos asustados de adolescente, qué rápido se dio cuenta que todo mi miedo era que no hubiese, en el mundo, otro libro igual.

Bebi me habló del bar La Paz, donde Cortázar se había sentado alguna vez a escribir. Me habló de París, del exilio, de Nicaragua, pasó entera la hora de matemáticas y supongo –no lo recuerdo con certeza- que me deben haber puesto alguna nota, o algún apercibimiento por no estar en el aula. Lo supongo porque recuerdo que a Bebi sí le llamaron la atención por no entregar los papeles indispensables que debía llenar todas las tardes, y ella se río, con una carcajada perfumada en pucho, y siguió hablándome de García Márquez, de Fernández Retamar, de Cuba, de todos los amigos de este Cortázar que hacía magia con un puñado de letras.

“¿En qué universidad estudió para escribir así?”

Bebi sonrió, juntó los libros que tenía que guardar en los estantes; todos esos manuales de Biología y cosas, acarició despacio mi hombro y dijo “En el bar La Paz, y en el London. En la universidad de los ojos que saben mirar”.

Cuando salí de la escuela me colé en el tren hasta Retiro. Le pedí al chofer de un colectivo que me lleve, le mentí que me habían robado. En Avenida Corrientes bajé mucho antes de llegar al bar, sobre todo porque no sabía exactamente donde quedaba y no quería pasarme. Ya empezaba a oscurecer. Con todas las monedas de la semana, entré a La Paz llevándo la seguridad del que hace esas cosas cada día, y el miedo de que las monedas no alcanzaran un café. Si, alcanzaban, y cuando el mozo cumplió con la ceremonia de traerlo a la mesa e irse, saqué despacio una hoja de la carpeta y escribí la palabra "Si", y ninguna otra, porque ya caía la noche, porque había que convencer a otro colectivero de que me llevase sin boleto. Mamá se preocupaba mucho si llegaba tarde y no quería hacerla renegar pero, fundamentalmente, porque no era necesaria ninguna otra palabra más.



María Negro

Comentarios

  1. Gracias Maria,me llevaste al momento en que conocí a Cortázar en su cuento No se culpe a nadie,fue un vuelco,una revelación,era una adolescente que se iba ahogando como el personaje y a su vez era consciente de la mágia que lograba el narrador en mi mente.Así de simple nació mi admiración por Julio,compinche de muchas experiencias personales que luego coincidia con alguno de sus textos.Gracias María por tu expresivo camino a los recuerdos.

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  2. Hermoso relato por donde se cuelan también los perfumes a café y tabaco de la época.

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  3. Gracias a ustedes, por acompañarnos de la mano a seguir saltando tregua catala, cayendo dentro de un pullover azul dentro de Otro cielo tan mágico como inextinguible.

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