Amor larga duración, por Carlos Cantini

Hace unos meses vaciando la casa que fuera de mis viejos en Adrogué recuperé mis antiguos LP de vinilo. Toda la colección de mi adolescencia y juventud que habían quedado arrumbados y sin uso cuando dejé esa casa y la tecnología reemplazo los discos por otros soportes. En el combo también me traje long plays que pertenecieron a  mis padres. Lo que nunca imaginé es que ese reencuentro con el pasado me trasladaría a otra historia, ajena, del barrio de Almagro y de la Confitería Las Violetas. Los discos estuvieron igual de apilados en casa por varias semanas. Hasta que un día leí a Charly García revalorizando el sonido (lo llamó “perfecto”) de los vinilos. Entonces,  y para que el recuerdo fuera fiel a lo vivido, me compré un Winco por internet. La operación fue muy sencilla, elegí uno, cualquiera, con entrega a domicilio. Y me pasé unas noches increíbles en casa disfrutando de buena música acompañado de Gabyn, mi mujer, y Rita, mi perra, que se arrollaba a mis pies al oir el sonido del tocadiscos. Y con un buen whisky.

El domingo del Día del Padre, tipo cinco de la tarde,  en homenaje a mi viejo revisé la pila de sus discos y encontré uno que llamó mi atención: El Festival de San Remo 1965. No recordaba los temas, de hecho tenía sólo 4 años en el ’65, pero sí, y mucho, la tapa. Lo puse. Con los primeros acordes de “Si lloras, si ríes” el equipo empezó a manifestar problemas y cuando empezó a cantar Bobby Solo se detuvo definitivamente. Maldije la idea que tuve, las compras por internet y al Festival de San Remo.

A la semana siguiente llevé mi Winco a uno de los últimos talleres que quedan en Buenos Aires, el de Castro Barros 224 en Almagro. La tarde estaba negra. La lluvia inminente parecía darle tiempo a todos a cobijarse. Y yo, ante esa puesta escénica, trasladando esa caja, me sentía llevando las cenizas de un difunto a su descanso final en un nicho.

Entré al local, abrí la caja y apoyé el Winco sobre el mostrador. Percibí un gesto de perturbación en el dueño cuando vio el tocadiscos, pero le resté importancia. Lo conté tal cual: la compra por internet, el funcionamiento correcto con mis discos, la brusca interrupción ni bien empezado el tema de Bobby Solo y que no tenía explicación a lo ocurrido. El tipo, un señor bastante mayor como su oficio lo indica, arqueó las cejas (eso lo pesqué sin vacilar), me observó por encima de sus lentes y sentenció: “Lo reviso. Vuelva en un par de horas”. Mientras giraba hacia la calle pensé: hombre de pocas palabras, o que lo había ofendido diciendo que el Winco se había roto escuchando un disco de 1965 o que no entendía qué le había pasado. Y sí, cómo iba a entenderlo, el que sabía era él. Solo lo dije para tapar un bache denso de silencio que se abrió al mismo momento que abrí la caja urna. Cuando ya estaba saliendo del local me ordenó: “Espere en Las Violetas.  A lo mejor lo entiende”. Giré sobre mis pies, pero ya se había escabullido por la trastienda con mi Winco en brazos.



Las Violetas queda a solo dos cuadras, al cero de Castro Barros esquina Rivadavia. Había empezado a gotear y la definición de las formas empezaba a humedecerse y perder sus líneas. La Confitería estaba que rebozaba de clientela. Como todas las tardes. Vecinos entrados en años que encuentran en el inmenso salón la sede de un club social que los reúne. Y muchos turistas. Recordando la frase del mecánico intenté entender no sabía qué ni cómo. A las dos horas volví al local con las mismas dudas. Y allí me enteré de todo.


El Winco había pertenecido a un reconocido matrimonio de Almagro, habitúes de todas las tardes de todos los días de Las Violetas y miembros de varias de las asociaciones civiles del barrio. Se habían conocido en el carnaval del ’65 y su tema de amor era: “Si lloras, si ríes” de Bobby Solo. El mecánico reconoció de inmediato el equipo cuando abrí la caja porque había pasado varias veces por sus manos. Hasta una última. Cuando se lo dejaron en reparación una semana antes que sucediera algo inesperado en la pareja, extraño por la edad avanzada de ambos, el matrimonio se separó. Meses más tarde, el hombre pasó por el taller a buscar su Winco, pero su ex mujer ya se lo había llevado. La anécdota simple, tonta y sencilla que se arreglaba con un llamado de teléfono fue la comidilla del barrio y el rumor sarcástico en las mesas de Las Violetas. Y él no lo pudo soportar. De un día para otro dejó de ir y frecuentar todos los lugares que diariamente lo convocaban. Nadie nunca jamás volvió a verlo.

Sensibilizado con la historia me surgieron de inmediato las ganas de devolverle el Winco a su antiguo dueño. Ya era tarde. Falleció el domingo del Día del Padre. A las 5 de la tarde.

Carlos Cantini



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