Estrella del Oriente y el honor de presenciar la ópera de Tambascio
Acaban de exhibirse en nuestro país, en quizá buscada coincidencia, dos obras importantísimas en el devenir de la ópera moderna, nacidas ambas de la inspiración de dos músicos de origen judío, Viktor Ullmann y Alexander von Zemlinsky, que tuvieron, aunque de distinta manera, que sufrir la persecución del régimen nazi. Vamos a enlazar, en este y en el siguiente trabajo para Pleamar, ambas óperas, considerando que se han representado en su forma actual por vez primera en el territorio nacional, que sus creadores fueron coetáneos, se conocieron y colaboraron, y que sus raíces y técnicas musicales, nada alejadas entre sí, bebieron de alguna manera de la influencia de Schönberg, alumno del primero y maestro del segundo. Por ende, ambas composiciones se han visto unidas al ser el mismo director el que las ha traducido a sonidos en funciones casi paralelas de los Teatros Real y de la Maestranza: Pedro Halffter, autor, por si fuera poco, como consecuencia de un encargo de la dirección artística del primer coliseo, de la orquestación de la ópera de Ullmann. Demasiadas concomitancias; y demasiada tarea, en todos los órdenes, para el responsable musical de las representaciones. La versión original de El emperador de Atlantis para siete voces y un pequeño conjunto de trece instrumentos fue compuesta durante la estancia en el campo de concentración de Terezín. Esta versión original camerística ha venido siendo discretamente difundida en nuestro país en los últimos años. El libreto del compañero de cautiverio Peter Kien muestra de una manera simbólica el combate entre el Kaiser (evidentemente, el Führer) y la Muerte. Ullmann emplea, en el marco de un lenguaje expresionista de gran variedad, precisamente en la línea de Zemlinsky, o en la de Berg, en un estilo ecléctico a lo Weill, algunas citas clave: un tema de la Sinfonía Asrael de Suk (dos cuartas aumentadas), el Deutschland über alles, y el coral luterano Ein feste Burg ist unser Gott, cantado al final. La obra no pudo estrenarse en Terezín. Se presentó, después de un larga peripecia, en Amsterdam, el 16 de diciembre de 1975, dirigida por Kerry Woodward, que recibió la partitura de un antiguo bibliotecario del campo. A fin de otorgar una duración normal a la representación, y de acuerdo con el direc
tor de escena Gustavo Tambascio, Halffter, y así lo explica en el programa de mano, utiliza otras músicas de Ullmann: El canto de amor y muerte del corneta Christoph Rilke –obra tan militarista como lo era en su juventud el compositor–, Adagio in memoriam Ana Frank –que coincidió con él en Auschwitz– y Pequeña obertura, estas dos sendas transcripciones de movimientos de la Sonata para piano nº 7 del propio compositor; con lo que el espectáculo no deja de tener su coherencia y se ve bañado por la misma triste luz expresionista. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿qué necesidad había de realizar todo este tan meritorio? No hay nada que indique, pese a la argumentación del director-orquestador, que Ullmann quisiera otra cosa que no fuera la obra que escribió, a través de la cual se concentra toda la intención acerada, el valor alegórico, el simbolismo, el sarcasmo propio del cabaret; una especie de retablo servido por sonoridades delgadas, acogidas a un código más bien ecléctico, aunque sobre él planee el fantasma del dodecafo
nismo. La instrumentación, como señala en su espléndido y esclarecedor artículo Fernández Guerra, es soberbia, deslumbrante. Lo que hemos escuchado, aun reconociendo la buena labor del transcriptor, tiene poco que ver con ella y con el sentido de la composición original. Hay que admitir, y ya se ha apuntado, la buena labor del arreglista, que ha consultado con esmero numerosas fuentes y se ha basado en orquestaciones de obras de Schönberg, de Berg, de Zemlinsky, de Krenek y aun de Mahler; y de la empleada por el propio Ullmann para su ópera anterior La caída del Anticristo. Un trabajo que sin duda ha de reportar a la editorial Schott, y de paso a Hallfter, interesantes beneficios. Y que funciona teatralmente, bien que, por lo dicho, quede lejos del espíritu primigenio. Las sonoridades, densas, robustas, la amplitud de las frases, a despecho de la delicadeza con la que se
han labrado, despersonalizan el discurso. Hay que aplaudir, no obstante, el refinamiento con el que el músico ha sabido tratar las superficies y el tacto en la traducción del Coral postrero. Halffter ha logrado lo que pretendía: una orquestación oscura, de carácter lírico, casi espectral, en donde los instrumentos más majestuosos aparecen velados. Enjundiosa, trabajada, muy pensada, variada de ideas, de significados, de simbolismos, de impactantes imágenes, la escena planteada por Tambascio sobre decorados, entre lóbregos y chillones, de Ricardo Sánchez Cuerda y con fantasiosos figurines de su
sempiterno colaborador Jesús Ruiz, para Atlantis y los dos intermedios orquestales. El espacio se divide en dos planos, superior e inferior, reducidos cuando conviene a uno solo, con lo que se produce un continuo y estimulante cambio de perspectiva.
Una gigantesca rueda-reloj preside la escena, por la que transitan de continuo, marcando aconteceres, dos bailarinas, con tutús al principio, con ropajes mortuorios después, que imponen un sentido coreográfico a la tragedia, al absurdo dramma giocoso y esperpéntico, que es el que, a través de la deformación, nos revela lo insondable.
UN ALTOPARLANTE. Un inaudito Altoparlante, suerte de expresionista Maese Pedro con incrustaciones de Mime, va presentándonos los dislocados acontecimientos y a unos personajes en buena medida arquetípicos, con un Tambor mayor que aparece, en ropas de mujer, como moderna Walkiria –inteligente alusión sin duda–, un Arlequín de ridículo aspecto y una muerte entre siniestra y risible. El Emperador Overall, tuerto como Wotan, se nos presenta ataviado como un miembro de las SS, la cabeza coronada de amenazadores cuchillos; figura que a la postre, ha de acceder a las pretensiones del incrédulo personaje de la Muerte. El movimiento es milimétrico y medido al máximo. Quizá sea algo facilona la idea de dar cuerpo a un grupo de judíos que, como el propio Ullmann, están en continuo trasiego, en permanente traslado de un campo a otro y que al cierre de la obra podemos ver desnudos en el momento en el que son gaseados. Pero la imagen no desentona. Como tampoco lo hace la escenificación, como preludio del espectáculo, de ese Canto del corneta Rilke, de atractivo toque medieval, presidido por un gigantesco guantelete, símbolo de batallas, de guerras, de muerte. La recitadora Blanca Portillo dio vida al Corneta con vigorosa entonación enfrentada a la gran orquesta, no siempre con claridad. La dirección musical de Halffter, ante partituras que tiene, como es lógico, dominadas, fue autoritaria y conocedora, briosa y solvente, aunque un tanto gruesa en los volúmenes y relativamente variada en los fraseos. Unitaria y compacta. De las voces protagonistas, destacamos sobre todo al Altoparlante del sólido barítono Martin Winkler y al exquisito soldado femenino de Sonia de Munck. Alejandro Marco-Burhmester es un barítono feble para el Emperador y Torben Jürgens un bajo desdibujado y átono para la Muerte. Bien Ana Ibarra como Tambor, Roger Padullés como Arlequín y Albert Casals como Soldado. Buena labor de la Orquesta.
ARTURO REVERTER.
tor de escena Gustavo Tambascio, Halffter, y así lo explica en el programa de mano, utiliza otras músicas de Ullmann: El canto de amor y muerte del corneta Christoph Rilke –obra tan militarista como lo era en su juventud el compositor–, Adagio in memoriam Ana Frank –que coincidió con él en Auschwitz– y Pequeña obertura, estas dos sendas transcripciones de movimientos de la Sonata para piano nº 7 del propio compositor; con lo que el espectáculo no deja de tener su coherencia y se ve bañado por la misma triste luz expresionista. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿qué necesidad había de realizar todo este tan meritorio? No hay nada que indique, pese a la argumentación del director-orquestador, que Ullmann quisiera otra cosa que no fuera la obra que escribió, a través de la cual se concentra toda la intención acerada, el valor alegórico, el simbolismo, el sarcasmo propio del cabaret; una especie de retablo servido por sonoridades delgadas, acogidas a un código más bien ecléctico, aunque sobre él planee el fantasma del dodecafo
nismo. La instrumentación, como señala en su espléndido y esclarecedor artículo Fernández Guerra, es soberbia, deslumbrante. Lo que hemos escuchado, aun reconociendo la buena labor del transcriptor, tiene poco que ver con ella y con el sentido de la composición original. Hay que admitir, y ya se ha apuntado, la buena labor del arreglista, que ha consultado con esmero numerosas fuentes y se ha basado en orquestaciones de obras de Schönberg, de Berg, de Zemlinsky, de Krenek y aun de Mahler; y de la empleada por el propio Ullmann para su ópera anterior La caída del Anticristo. Un trabajo que sin duda ha de reportar a la editorial Schott, y de paso a Hallfter, interesantes beneficios. Y que funciona teatralmente, bien que, por lo dicho, quede lejos del espíritu primigenio. Las sonoridades, densas, robustas, la amplitud de las frases, a despecho de la delicadeza con la que se
han labrado, despersonalizan el discurso. Hay que aplaudir, no obstante, el refinamiento con el que el músico ha sabido tratar las superficies y el tacto en la traducción del Coral postrero. Halffter ha logrado lo que pretendía: una orquestación oscura, de carácter lírico, casi espectral, en donde los instrumentos más majestuosos aparecen velados. Enjundiosa, trabajada, muy pensada, variada de ideas, de significados, de simbolismos, de impactantes imágenes, la escena planteada por Tambascio sobre decorados, entre lóbregos y chillones, de Ricardo Sánchez Cuerda y con fantasiosos figurines de su
sempiterno colaborador Jesús Ruiz, para Atlantis y los dos intermedios orquestales. El espacio se divide en dos planos, superior e inferior, reducidos cuando conviene a uno solo, con lo que se produce un continuo y estimulante cambio de perspectiva.
Una gigantesca rueda-reloj preside la escena, por la que transitan de continuo, marcando aconteceres, dos bailarinas, con tutús al principio, con ropajes mortuorios después, que imponen un sentido coreográfico a la tragedia, al absurdo dramma giocoso y esperpéntico, que es el que, a través de la deformación, nos revela lo insondable.
UN ALTOPARLANTE. Un inaudito Altoparlante, suerte de expresionista Maese Pedro con incrustaciones de Mime, va presentándonos los dislocados acontecimientos y a unos personajes en buena medida arquetípicos, con un Tambor mayor que aparece, en ropas de mujer, como moderna Walkiria –inteligente alusión sin duda–, un Arlequín de ridículo aspecto y una muerte entre siniestra y risible. El Emperador Overall, tuerto como Wotan, se nos presenta ataviado como un miembro de las SS, la cabeza coronada de amenazadores cuchillos; figura que a la postre, ha de acceder a las pretensiones del incrédulo personaje de la Muerte. El movimiento es milimétrico y medido al máximo. Quizá sea algo facilona la idea de dar cuerpo a un grupo de judíos que, como el propio Ullmann, están en continuo trasiego, en permanente traslado de un campo a otro y que al cierre de la obra podemos ver desnudos en el momento en el que son gaseados. Pero la imagen no desentona. Como tampoco lo hace la escenificación, como preludio del espectáculo, de ese Canto del corneta Rilke, de atractivo toque medieval, presidido por un gigantesco guantelete, símbolo de batallas, de guerras, de muerte. La recitadora Blanca Portillo dio vida al Corneta con vigorosa entonación enfrentada a la gran orquesta, no siempre con claridad. La dirección musical de Halffter, ante partituras que tiene, como es lógico, dominadas, fue autoritaria y conocedora, briosa y solvente, aunque un tanto gruesa en los volúmenes y relativamente variada en los fraseos. Unitaria y compacta. De las voces protagonistas, destacamos sobre todo al Altoparlante del sólido barítono Martin Winkler y al exquisito soldado femenino de Sonia de Munck. Alejandro Marco-Burhmester es un barítono feble para el Emperador y Torben Jürgens un bajo desdibujado y átono para la Muerte. Bien Ana Ibarra como Tambor, Roger Padullés como Arlequín y Albert Casals como Soldado. Buena labor de la Orquesta.
ARTURO REVERTER.
Extraordinaria puesta en escena de nuestro amigo Gustavo Tambascio, en el Real de Madrid, de esta ópera concebida y estrenada en el propio campo de concentración de Terezin, enfrentando asi a la Muerte dentro de su propia maquinaria.
ResponderEliminarJuan Carlos Capurro.