Nuestros extranjeros, por Antonia García Castro

En esos años también había atentados en Francia.
Es más: nunca hubo tantos atentados en Francia como en esos años. La ciudad donde vivía Joëlle y sus amigos se ubicaba al norte, en una zona industrial que, en otras épocas, había sido zona de castillos. Todavía quedaban algunos y en uno de ellos se había filmado un episodio de James Bond. Muchas familias de las ciudades cercanas lo visitaban los fines de semanas. Iban en tren, en auto, incluso en bicicleta: pasaban el día en los jardines del castillo de Chantilly. Los niños correteaban y los padres pensaban quizás en “la vida de castillo”, en los ancestros y, una cosa llevando a la otra, en Danton o en Robespierre.

Ya en esos años también lo que más abundaba en la zona era la carencia. La desocupación afectaba a familias francesas y a familias de origen inmigrante, como se decía entonces. En el barrio donde vivía Joëlle, en la parte alta de la ciudad, la mayoría de esas familias eran de origen magrebí. También las había portuguesas, españolas, yugoslavas, rumanas. Algunas familias asiáticas. Otras de África negra. De Senegal, por ejemplo. De Costa de Marfil y de tantos otros países que los niños no se preocupaban por ubicar en un mapa. Salvo quizás Joëlle porque ella era la mejor alumna. Siempre lo había sido y no parecía que pudiera dejar de serlo.

Joëlle se vestía como un muchacho, usaba las manos en los bolsillos y pelo corto con rulos. No parecía que pudiera ser de otra forma tampoco. Tenía una carita redonda, dos cachetes que solía inflar para resoplar de una manera típicamente francesa, salvo que Joëlle no rezongaba cuando hacía esto, era muy risueña (dulcemente risueña) y cuando el aire se escapaba de sus mejillas hacía subir los rulos de la frente. Todos la querían en la escuela, especialmente en su grado, porque era una buena compañera, preocupada por los demás y porque eso de ser la mejor alumna le salía solito, sin que ella hiciera el menor esfuerzo al parecer y casi se disculpaba cuando los profesores daban a conocer las notas. Entre los profesores de Joëlle estaba el viejo Alesi…

Este profesor había nacido en los años 20. Aunque para sus alumnos Alesi fue siempre “único”, también se puede decir que pertenecía a un tipo de ciudadano francés en vía de extinción. Era un hombre de hablar grueso. Lo que dijera y donde lo dijera se escuchaba a varios metros (¿kilómetros?) a la redonda. Era una hermosa voz la suya: de tono cálido, una voz como mandada a hacer para decir cosas bellas, cosas que despertaban la curiosidad de sus alumnos y la confianza también. Alesi tenía sus creencias, tanto religiosas como políticas, pero en el aula no las decía, no hacía falta porque unas y otras se traducían en eso: en palabras; pero sobre todo en gestos, en actitudes, en toda una manera de ser. Había sido profesor de griego y de latín, pero en esos años (cuando la tuvo a Joëlle como alumna y cuando había a cada rato atentados en París) enseñaba francés. Para muchos de sus alumnos, ese idioma no era la lengua materna y él lo sabía. No pretendía que lo fuera. Lo que esperaba quizás es que la lengua fuera fraterna. Y en ese esfuerzo por transmitir su esperanza, podía ser que el hombre se enojara.

Los enojos de este profesor fueron muy famosos. Lo fueron de generación en generación. Junto con traer al aula las canciones de Boris Vian, las de Brassens, las películas de Resnais, el viejo Alesi traía a veces su disconformidad con algunas cosas, dichos o actitudes y estallaba. Tenía una manera de enojarse y de largar palabrotas que era lo más parecido a un poema surrealista y los alumnos quedaban como estatuas. Petrificados. Impresionados por toda la potencia del hombre (alto, ancho, narigón, de bella cabeza blanca) y las palabras que volaban por el aula y rebotaban en las paredes, contra el techo y llovían sobre sus cabezas de niños chicos, de niños de padres y madres desocupados, de padres y madres muchas veces humillados, cuando no perseguidos u olvidados por los poderosos, lo que a veces es peor.

Hete aquí que el hombre había tomado la costumbre (ni bien empezó su carrera de profesor allá por el año 1947) de llevar a los alumnos de vacaciones en verano. Lo hizo en contextos muy diferentes, en todo tipo de coyunturas políticas, pero siempre trabajando en la misma ciudad del norte de Francia, en la misma escuela. En un momento existió un programa del Ministerio de la Juventud y Deportes que permitía organizar viajes con alumnos, especialmente en verano con el fin de alejar de las ciudades a los jóvenes potencialmente “perturbadores”. El profesor se aprovechó de esta circunstancia y siguió llevando a sus alumnos de vacaciones. A todos esos niños que jamás habían ido de vacaciones. A los buenos alumnos como Joëlle… y a los otros. No había malos alumnos para Alesi: sólo niños.

Un año sucedió que dos de sus alumnas (ambas extranjeras o “de origen inmigrante”) no tenían sus papeles en regla. El destino era Grecia. No parecía posible llevar a las niñas (de 12 o 13 años) sin visas ni pasaportes. Alesi lo pensó y decidió. Se las llevó no más y cuando llegó el momento de pasar la frontera griega (todo transcurrió tranquilamente en las etapas anteriores) escondió a las niñas en el bus. Un guardia debía subir y subió. Las niñas se hicieron “bolita” debajo de un asiento. El profesor y sus ayudantes habían puesto mantas sobre los cuerpos. Y en el asiento, protegiendo los cuerpos, estaba Joëlle que se hizo la dormida.

No hubo incidentes. El guardia bajó, las chicas salieron de su escondite. Las vacaciones resultaron maravillosas, además de larguísimas, las más largas quizás que esas niñas tuvieron en la vida. Todo esto fue posible en los años 80, gracias a un señor, un profesor de francés, que amaba a sus niños de todos los orígenes y religiones… y sin embargo… ya en esos años… las bombas, el racismo, la falta de hermandad.

*

La coyuntura que estamos viviendo en Francia y en el mundo me trae otra vez esta anécdota a la memoria. La he contado varias veces. La he escrito otras tantas. Me repito. Cosa que está mal, ya se sabe. Pero igual. Me repito porque la coyuntura también se repite o parece. Empeora. Entonces como si el relato fuera una pintura o una variación musical, siempre le encuentro un matiz y voy como numerando los esbozos. Esbozo uno, dos… ocho, nueve, etc. Hace unos pocos años, en esa misma ciudad donde sigue viviendo el profesor Alesi, ya muy viejito, pero entero, Joëlle (hoy profesora de niñitos de todos los orígenes) me contó la parte que no había podido saber antes. Sus pensamientos. Sus pensamientos de niñita francesa educada en un país que fue imperio y que nunca dejó de serlo. Pero, también, sus pensamientos de alumna de Alesi, igual de ancha y generosa que el profesor. Todo eso, como revuelto, complejo, armaba una extraña trama en su corazón. Esto fue lo que dijo Joëlle unos treinta años después de los hechos sucedidos en la frontera griega: “Tenía algo de miedo, pero tú te das cuenta… de todas formas era intolerable. Yo jamás hubiera permitido que se las llevaran. Eso no era posible. ¡Eran nuestros extranjeros!”. Nos étrangers (según la expresión en su idioma de origen).

Antonia García Castro
 

Comentarios

  1. Espero que sigas repitiendote `prque este texto es una maravilla, lo que decis y como lo decis. Te agradezco la emoción que me hiciste vivir

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Esa belleza, por John Berger

En el altar del Yo, por Juan Carlos Capurro

Mineros, por John Berger