Arte y política, por Juan Carlos Capurro



Cualquier artista sabe que hacer obra no es lo mismo que hacer política. Lo sabe empíricamente. Aborda su trabajo sin otra consideración que aquello que siente como necesidad de expresión. Se trata de una actividad subjetiva.
Quien realiza una actividad política, en cambio, se guía por una caracterización previa de la situación general de la sociedad, a la que considera objetiva, y atiene su tarea a un logro que no es meramente personal, sino de resultados colectivos. Procura interesar a la mayor cantidad de personas a seguirlo. Lo hace, en la manera clásica, aplicando un programa preconcebido, de acuerdo a los intereses sociales al servicio de los cuales milita. En este sentido, puede valerse de herramientas del arte (dibujos, videos), haciendo propaganda, de acuerdo a sus postulados.
El artista, en cambio, si bien procura un reconocimiento, no supedita la realización de su obra a nada, ni siquiera al apoyo de la sociedad. Expresa, como puede y necesita, aspectos de su subjetividad, sublimando en aquella algo que puede o no subyacer en el aire de la época. Generalmente es un catalizador de ese aire, pero serlo no es su objetivo.
En tanto posibles catalizadores, los artistas son un punto de referencia de la sociedad. Quienes realizan una actividad política, sea cual sea su orientación, tienden inevitablemente a referirse a ellos; y en ellos, concurren en auxilio de sus objetivos.
Esa tendencia, cuando la política está directamente vinculada al ejercicio del poder, se profundiza al punto de tratar de poner de su lado al artista, como forma de refrendar sus posiciones de Estado. Los ejemplos en este último sentido son innumerables a lo largo de la Historia.
Recordemos algunos casos singulares, ocurridos en el siglo XX. Hitler prohibió el arte “degenerado” de cubistas y surrealistas; Stalin persiguió el arte que no fuese “real-socialista”, condenando, también, a cubistas y surrealistas como “reaccionarios”; en la post guerra, EEUU. lanzó una  feroz cacería de brujas contra aquellos guionistas y actores de Hollywood  críticos en su obra con el sistema, por ser “comunistas”.
Actualmente, sin llegar a esos extremos, todos los presidentes y reyezuelos del mundo procuran sacarse fotos con los artistas y exigirles, de una u otra manera, lealtad o favorecimiento a su “justa causa”, instalando así una preferencia de “arte oficial”, o “arte nacional”, o como quiera llamársele.Los que encuadran en la grilla son reconocidos. 
Los que no, son ignorados.

LAS OTRAS FORMAS.


Aclarados estos aspectos, querríamos referirnos a un problema más sutil. ¿Debe el artista estar políticamente motivado en su obra?  Nos referimos al artista como creador, como poeta, no al nombre de “artista profesional”, cuyo objetivo es hacer una carrera comercial. Para nosotros solo es artista el que pone por encima de todo su necesidad de expresión, no aquel que hace de ello un fin en sí mismo, como medio de éxito o dinero, camino generalmente seguro de malograr, a la larga, la propia naturaleza de la obra.
La pregunta que hacemos es en parte retórica. Todo ser humano está, lo sepa o no, políticamente motivado. Tiene opinión y simpatías por una u otra clase social a la que pertenece o quisiera pertenecer. Prefigura un mundo que le gustaría fuese de tal o cual forma.
El artista solo se diferencia de las demás personas, por que expresa de manera particular esa visión del mundo. La expresa con herramientas que le son propias. Así como el político, el ingeniero o el fresador, la exponen utilizando sus propias particularidades.
Pero a lo que específicamente nos queremos referir aquí es si el artista está OBLIGADO a plasmar sus opiniones políticas en  la obra. Sí existe un deber ser que hace que las convicciones políticas deban reflejarse en la obra, y se atengan a una “corrección”, implícita o explícita, entre lo que se transmite artísticamente y lo que se piensa políticamente.

EL DESHONOR DE LOS POETAS.


Después de la Segunda Guerra mundial, el poeta francés Benjamín Péret escribió un pequeño texto muy agudo y poco conocido. Se trata de “El deshonor de los poetas”. Ataca allí, sin medias tintas, a los más conocidos poetas de ese entonces en Francia: Paul Eluard y Louis Aragon, por lo que habían escrito durante la ocupación nazi. Péret los denuncia por haber convertido en panfletos a supuestos poemas; desenmascara lo que considera un retroceso de la poesía, al ponerla al servicio de “letanías religiosas” en las que se exaltó al General De Gaulle y a los católicos nacionalistas. Les critica que hayan puesto su pluma  al servicio de defender los acuerdos políticos entre la izquierda estalinista y la Iglesia. Consideró, por otra parte, que el poeta debió escribir sus poemas libremente, sin hacer panfletos, y, después, al resistir al opresor, militar políticamente, sin mezclar los campos. Son – enfatizó- dos maneras distintas de luchar.
Aquí Peret se mete en un tema complejo. Destaca que el lenguaje utilizado no es poesía, fustigando a los poetas, reconocidos ateos, por  invocar en sus textos la ayuda de “los santos y los profetas",  metaforizando el resurgir francés contra el invasor, a través de “la tumba de Lázaro”. Usa como ejemplo de la ramplonería a la que llegaron, el slogan de una publicidad radial que, transcripto a nuestra realidad sería algo así como: “Usted camina, camina y al final compra en Sadima”
Sin tener que ir a casos tan extremos como el de la ocupación nazi, en nuestro propio país  ha existido, desde hace largo tiempo, una sólida y respetada corriente que considera que la obra debe contener una protesta. El grupo de Boedo, los grabadores anarquistas, y desde entonces a hoy, muchos pusieron su obra en ese filo de sutiles y delicadas aristas. Aclaramos – antes de seguir- que, por supuesto, estamos de acuerdo en protestar, siempre y cuando no se supedite la obra a determinado contenido. Si el grito pugna por salir, debe ser el artista quien lo decida, y no una línea política. Es lo que hizo Goya con los fusilamientos del dos de mayo; lo que hizo Picasso en el Guernica; Heine, en su poesía contra la opresión nacional. Nacieron de la bronca del artista. Pero Goya no concedió: a los fusilados los mostró toscos y asustados; Picasso (algunos parecen olvidarlo) uso la “herejía” del cubismo para expresar su dolor; Heine no fue benevolente en sus estrofas con el pueblo alemán. La lucha de clases incide en el arte, sí, pero a su manera, tal como la toman libremente los artistas.

LA INDEPENDENCIA DEL ARTE.


Existe un amplio desarrollo teórico de esta contradicción entre arte y política. A nuestro juicio, el punto más alto alcanzado hasta el presente en este debate, es lo sostenido en el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente” (1938). Allí, Breton y Trotsky fueron muy claros al establecer la conocida síntesis- que adoptamos en Estrella del Oriente-  “Toda libertad en arte”. Breton había propuesto que se agregase a continuación: "salvo que se esté contra de la revolución proletaria”. El viejo luchador lo convenció de lo contrario, explicándole a Breton que con esa excusa se terminaría aniquilando la libertad creativa, en nombre de lo que hoy se conoce como “lo políticamente correcto”. Si es arte, siempre es revolucionario, porque afianza las alas de los seres humanos.
Siguiendo esta serie de ideas, en momentos de tanta confusión y dificultades, nos parece necesario que las nuevas generaciones de artistas no teman “estar equivocados” políticamente. Consideramos que todo artista que se precie de su nombre, lleva en sus manos el fuego de la indignación ante la injusticia y la opresión, sin necesidad de que nadie se lo imponga. Lo lleva, continuando la tradición histórica de los artistas. Podrá salirle mejor o peor la obra, pero nunca será imperfecta en términos políticos. Esto por la sencilla razón de que las leyes de la política no se aplican a las del arte.
Nos parece, en consecuencia, que los puntos de vista de la política no deben inmiscuirse de manera directa en la obra artística. Deben llegar en sus propios términos, sin interferir, sin imposiciones, a través del devenir de la vida.
Goethe, mucho antes que Freud, escribió, refiriéndose al tema, esta genial intuición: “El ser humano no puede mantenerse por más tiempo en el estado consciente y debe zambullirse en su inconsciente, porque allí habita la razón de su ser”. Defendió la creación como algo que no puede predeterminarse ni moldear.
En el entierro del gran poeta ruso Esenin, atacado por la creciente  burocracia estalinista (1925), que lo tildaba de “apolítico”, “pro-campesino” e “independiente”, los revolucionarios lo defendieron abiertamente, al establecer que su ejemplo nos preparaba para un mundo por venir, donde el sueño y la acción- como el quería- serian una sola cosa.
Muchos políticos hoy, como ayer, por ley de la propia vida (es decir, tal como la conocemos en este presente pre-histórico de la Humanidad), siempre intentarán, a su manera, atrapar ese fuego de los artistas para sus fines, mejores o peores. Desde el punto de vista revolucionario, el militante político se colocará siempre a favor de los artistas, sin interferir en sus decisiones. Por su parte, lo que digan o hagan  los que no  acuerden con este  principio libertario, no podrá impedir que los artistas, impertinentes y rebeldes, hagan lo que se les dé la gana. Ni siquiera el totalitarismo, en sus diversas variantes de violencia,  logró derrotar esta perspectiva, a pesar de todos sus esfuerzos.
El apoyo a la plena libertad de los artistas, que nace del inconsciente, no solo debe ser fáctico, sino que tenemos el deber de defenderlo de manera consciente, es decir, en términos políticos.

Parafraseando a Péret, podríamos decir aquí, sin temor a equivocarnos, Amén.

Juan Carlos Capurro

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